... de Arcadi Espada en El Mundo

Querido J:

Como sabes, yo conozco un pederasta. No tiene mayor mérito: cosas del oficio. Aunque mi caso es raro. Pederastas hay muy pocos. Es decir, las personas que se sienten sexualmente atraídas por los niños de uno u otro sexo, y sólo por ellos, representan un porcentaje mínimo de las personas sexualmente activas.

Disculpa la obviedad, pero era necesaria dado que la prensa descubre y explota cada semana una supuesta red de pederastia, siempre con ramificaciones internacionales. Entre los pocos pederastas hay un pequeñísimo porcentaje de criminales que utiliza la violencia para satisfacer su deseo. Otra obviedad igualmente insulsa, pero imprescindible, dado que así como la violación no se identifica con el comportamiento sexualmente habitual de los adultos tampoco la inclinación pederasta debe identificarse con la violación y el asesinato. Es más, la atracción sexual por los niños no deriva siempre en una conducta que castiguen las leyes: las leyes no castigan la naturaleza, sino la conducta de las personas.

La última de las obviedades, así te lo prometo formalmente, es que la pederastia existe. Viene la obviedad a cuento de un cierto relativismo que nos haría a todos pederastas más o menos secretos. Las bases intelectuales de este punto de vista no sobrepasan la incertidumbre epistemológica de la propuesta firmada por el doctor Julio Iglesias en De niña a mujer.

Por supuesto que en la atracción sexual existe la twilight zone, y que la libido contradice a veces las disposiciones del registro civil. Pero también este Alonso conducía karts a los cuatro años. Fenómenos hay en todas partes y no se legisla para ellos.

Además, y siguiendo siempre a Iglesias, estoy convencido de que en la twilight rigen distintas y sutiles decantaciones: mientras el pederasta atiende apresuradamente a la niña (casi siempre el niño: ese es otro asunto interesante del que te hablaré hoy o mañana) que ya se le escapa, el hombre promedio saluda brioso a la mujer que llega.

La pederastia existe en los términos precisos y sobrios que describen los científicos. Por ejemplo en dos estudios muy recientes, que me proporciona con su habitual eficacia el doctor Jambrina, el primero del número de junio de Archives of General Psychiatry (tal vez la revista más escuchada en su especialidad) y el otro de Biological Psychiatry, en fase de publicación. Las investigaciones tratan de averiguar las características neurobiológicas del individuo pederasta. Más correctamente, y según Archives:

  • «El objetivo es examinar si los pederastas muestran un déficit neuronal estructural en las regiones del cerebro que están implicadas en el comportamiento sexual y cómo este déficit se relaciona con rasgos criminales».

Es llamativo que la metodología utilizada no trate de precisar el impacto que, en el cerebro del individuo pederasta, provocan determinadas imágenes de niños, sino determinadas imágenes de adultos.

La conclusión es que, ante las imágenes eróticas de los adultos, el cerebro de los pederastas muestra una actividad irrelevante, muy distinta de la de los individuos sexualmente convencionales. Con independencia de la calificación científica que pueda recibir esta metodología, no cabe duda de que alude a una distinción clave. En efecto: la cuestión no es que el individuo convencional experimente atracción hacia determinadas figuras infantiles, sino que el pederasta no experimenta atracción genérica hacia los adultos.

Por lo demás, el estudio de Biological insiste en la tendencia hoy dominante de la deconstrucción del pederasta. Esto es, que su orientación sexual no es compatible con un cerebro sano y que la inclinación pederasta obedece a causas biológicas que el ambiente concreta de manera diversa, como sucede en el resto de individuos.

La ignorancia popular - aunque mejor cabría decir socialdemócrata - recibió de muy mal talante el pasaje de la conversación con el filósofo Michel Onfray donde Sarkozy venía a decir lo que sugieren los recientes estudios psiquiátricos. Esta ignorancia la prolongan estos días, de modo sumamente pintoresco, personajes como Anna Simó, que fue (¡santo dios!) consejera de Bienestar y Familia del anterior gobierno catalán, y que describe su oposición a la llamada castración (¡qué disfemismo más grotesco y significativo!) del pederasta porque no «se puede tratar desde el punto de vista biológico una cuestión psicosocial».

Como sabes, yo conozco un pederasta, te decía en la primera línea. No exageraré la capacidad de sacar conclusiones generales sobre este conocimiento particular. Siempre tengo presente la famosa y profunda sentencia de Tolstoi del principio de Anna Karenina, que la biología, por cierto, no hace más que confirmar cada día: «Todas las familias felices se parecen y cada familia desdichada lo es a su manera».

Pero al menos conozco a uno, lo que me da un cierto desahogo analítico respecto a mis contemporáneos. Mi pederasta, cuyo padre, por cierto, fue también acusado y condenado por abusos, jamás negó su atracción sexual por los niños; pero nadie ha podido demostrar que recurriera a la violencia para satisfacer su deseo.

Mi pederasta era consciente, perfectamente consciente, de que su deseo es incompatible con el orden social y, quizá, con el orden de la naturaleza. Más que con orgullo trató siempre su orientación sexual con resignación; incluso, a veces, con resignación humorística. Aunque nunca quiso mentirse ni mentir a los otros y sabía que hasta el día de su muerte buscaría la compañía de los niños.

Para que esa búsqueda no quebrantara la ley, mi pederasta, que hasta la fecha siempre apreció la vida por encima del sexo, se sometió voluntariamente, hace ya unos cuantos años, a un tratamiento químico que inhabilitara su libido. Nada sustancialmente diferente del bromuro cuartelario, ambiente en el que cada cuatro voces se anuncia que le van a cortar los cojones a uno, pero no se los cortan a nadie. Bromuro sólo.

Yo lo trataba con frecuencia en la época en que se sometió al tratamiento y siempre me dijo que era eficaz. Los niños no habían dejado de interesarle, pero ya no le excitaban y no trataba de seducirlos; incluso dejó de consumir la pornografía relacionada que usaba como lenitivo. Fue una paradoja terrible que, bajo tratamiento pero víctima de la jauría humana, lo detuvieran acusándole de una violación inverosímil, delito del que fue absuelto tras pasar varios meses en la cárcel.

Mi pederasta tenía un problema y lo sabía y lo asumía como tal: no digo que a veces no fantaseara con un mundo donde él fuera el pederasta, sabio, libre y venerado; pero también yo sueño con que me abaniquen. En la vida había muchas otras cosas que le interesaban, al margen de los niños.

De hecho, los niños le interesaban mucho menos de lo que las mujeres (o los hombres) interesan a muchos hombres que conozco. Te aclaro esto porque, contra el saber popular, mi pederasta no lo fue nunca a tiempo completo. Mi pederasta, por último, se distinguía nítidamente

  • de los que matan a sus mujeres a martillazos;
  • de los que actúan en las penumbras y exigen a sus presas que se desnuden;
  • de los que sólo obtienen el placer con el sufrimiento y la muerte de sus víctimas.

Mi pederasta se distinguía nítidamente de los asesinos, de los violadores y de los psicópatas. Todo ello, te lo repito, sin que dejara nunca de saber quién era: un hombre que no podía amar a los adultos.

Sigue con salud

A.